--DE COLOR MODESTO-JULIO RAMÓN RIBEYRO--
DE COLOR MODESTO-JULIO RAMÓN RIBEYRO
Un hombre, llamado Alfredo,
entra a una fiesta y va directamente al bar bebiéndose así dos vasos de ron y
luego, apoyándose en el marco de una puerta, se puso a observar el baile. Casi
todo el mundo estaba emparejado, a excepción de tres o cuatro tipos que, como
él, rondaban por el bar o fumaban en la terraza un cigarrillo.
Al poco tiempo comenzó a
aburrirse y se preguntó para qué había venido allí. Él detestaba las fiestas
porque no sabía bailar ni de qué hablar con las muchachas.
Un rato después, cuando
Alfredo se encontraba en la terraza, una voz sonó a sus espaldas y, al voltear
la cabeza, se encontró con un hombrecillo de corbata plateada, que lo miraba
con incredulidad. Éste le pregunto la razón por la cual se encontraba allí y
Alfredo le respondió que había venido acompañando a su hermana. Como Alfredo
estaba solo el hombrecillo decidió presentarle unas amigas. Lo llevo a una
segunda sala, donde se veían algunas muchachas sentadas en un sofá. Una
afinidad notoria las había reunido allí: eran feas. Las muchachas lo miraron un
memento y luego siguieron conversando. Permaneció un rato ahí, tratando
fallidamente de abrir una conversación hasta que el hombrecillo regresó y se lo
llevo para que saludase a su hermana por su cumpleaños, pero ésta estaba
bailando con un cadete. Alfredo se quedó solo otra vez.
Alfredo, olvidado, se acercó
una vez más al bar y se dijo a sí mismo que tenía que bailar. Era ya una
cuestión de orden moral. Mientras bebía el quinto trago buscó en vano a su
hermana entre los concurrentes. Se puso a pensar que ya había pasado la edad de
acoplarse en fiestas de adolescentes, por lo cual, trató de ubicar a alguna
chica mayor a quien no intimidaran sus modales ni su inteligencia.
Cerca del vestíbulo había
tres o cuatro muchachas un poco marchitas. Alfredo se acercó. Al llegar al
grupo tuvo una sorpresa: una de las muchachas era una antigua vecina de su
infancia, llamada Corina. Ésta lo presento al resto del grupo y entablaron una
buena conversación hasta que un hombre blanco, calvo y elegante interrumpió,
llamando la atención de todos debido a un paseo a Chosica que habían
planeado. El hombre le ofreció que vaya con ellos, así tendrían un carro más,
pero Alfredo, enrojecido, le dijo que no tenía carro. El calvo lo miró
perplejo, como si acabara de escuchar una cosa absolutamente insólita. Un
hombre de veinticinco años que no tuviera carro en Lima podría pasarse como un
perfecto imbécil.
El vacío comenzó otra vez.
Alfredo se dirigió al bar otra vez y se sirvió un vaso hasta el borde. Cuando
se disponía a servirse otro, divisó a su hermana, Elena, y de un salto estuvo a
su lado, la cogió del brazo y la invitó a bailar. Elena se desprendió vivamente
y lo rechazó porque bailar entre hermanos no era propio y además Alfredo estaba
apestando a licor.
A partir de ese momento,
Alfredo erró de una sala a otra, exhibiendo su soledad. Bebió más tragos, pero
le empezó a quemar las entrañas. Fue a la cocina y pidió un vaso de agua. La
mucama dejó la puerta entreabierta y se alejó, dando unos pasos de baile.
Alfredo observó que en el interior de la cocina, la servidumbre, al mismo
tiempo que preparaba el arroz con pato, celebraba, a su manera, una especie de
fiesta íntima. Una negra esbelta cantaba y se meneaba con una escoba en los
brazos. Alfredo, sin reflexionar, empujó la puerta y penetró en la cocina.
Se acercó a la negra y le
dijo vamos a bailar, la negra se rehusó, disforzándose, riéndose, rechazándolo
con la mano, pero incitándolo con su cuerpo. Cuando estuvo rinconada contra la
pared, dejó de menearse. Ella temía que los vieran, pero Alfredo insistió hasta
que la negra cedió.
Mientras la mucama cerraba
la puerta con llave, Alfredo atenazó a la negra y comenzó a bailar. En ese
momento se dio cuenta que bailaba bien, quizá por ese sentido del ritmo que el
alcohol da. Bailaron muchas piezas y el resto de la servidumbre hacía de
vez en cuando comentarios graciosos. Alfredo observó una mampara al fondo de la
cocina que daba al jardín. Decidió ir ahí con la negra.
Había una agradable
penumbra. Alfredo apoyó su mejilla contra la mejilla negra y bailó
despaciosamente. La música llegaba muy débil. Durante un largo rato no
hablaron. Alfredo se dejaba mecer por un extraño dulzor.
De pronto, una gritería se
escuchó dentro de la casa y la gente agarrada de la cintra en forma de tren
salió al jardín anunciando que iban a partir la torta. La negra trató de
zafarse pero la retuvo de la mano. Y la hubiera abrazado nuevamente, si es que
un grupo de hombres, entre los cuales veía el dueño de la casa y al
hombrecillo de corbata plateada, no apareciera por la puerta de la cocina. El
dueño de la casa largo a la negra y también a Alfredo haciendo un gran
escándalo.
Alfredo le dijo a la negra
que se encontraran en la calle Madrid y abotonándose el saco con dignidad se
retiró sin despedirse de nadie. Pasó por el bajo muro de su casa y a través de
la ventana vio a su padre sentado leyendo el periódico. Se dirigió a la calle
Madrid en donde le esperaba la negra. Alfredo la cogió de la mano y la arrastró
hacia el malecón, lamentando no tener plata para llevarla al cine. Caminaba
contento, en silencio, con la seguridad del hombre que reconduce a su hembra.
Estaba otra vez al lado de
su casa, se quedó mirando por la ventana, donde su padre continuaba leyendo el
periódico. Alguna intuición debió tener su padre, porque fue volteando la
cabeza. Al distinguir a Alfredo y a la negra, quedó un instante perplejo. Luego
se levantó, dejó caer el periódico y tiró con fuerza los postigos de la
ventana.
Se dirigieron a la parte
sombría del malecón, donde se veían automóviles detenidos, en cuyo interior se
alocaban y cedían las vírgenes de Miraflores. Estuvieron caminando un rato
hasta que Alfredo propuso saltar la baranda para poder apreciar el mar.
Ayudándola a saltar la
baranda, caminaron un poco por el desmonte hasta llegar al borde del barranco,
se sentaron y tuvieron alucinaciones acerca al suicidio.
Emprendieron el retorno.
Estaban saltando la baranda cuando un faro poderoso los cegó. Se escuchó el
ruido de las portezuelas de un carro que se abrían y se cerraban con violencia
y pronto dos policías estuvieron frente a ellos.
Los policías los empezaron a
interrogar porque pensaba que estaban haciendo actos indebidos, además prohibido
saltar la baranda y, mucho más, estar con una negra es esas horas. Decidieron
subirlos al carro y llevarlos a la comisaría.
Llegaron y el oficial de
guardia se encontraba jugando ajedrez con su amigo. Levantándose, dio una
vuelta alrededor de Alfredo y de la negra, mirándolos de pies a cabeza. Empezó
a interrogarlos de manera discriminatoria debido a que era una mujer negra la
que se encontraba en dicha situación. Alfredo no aceptaba que el andar con una
negra a esas horas de la noche fuese algo malo, así que decidió decir que
la negra era su novia. El oficial, al oír esto, se echó a reír. El oficial
decidió dejarlos ir pero con la condición que los policías los llevaran al
parque Salazar para que siga paseándose con su novia, la negra.
Llegando al parque, se
bajaron antes para poder separarse de lo policías. Alfredo y la negra
descendieron. Bordeando siempre el malecón, comenzaron a aproximarse al parque.
La negra lo había cogido tímidamente del brazo y caminaba a su lado.
Vio las primeras caras de
las lindas muchachas miraflorinas, las chompas elegantes de los apuestos
muchachos, los carros de las tías, los autobuses que descargaban pandillas de
juventud, todo ese mundo despreocupado, bullanguero, triunfante, irresponsable
y despótico calificador. Y como si se internara en un mar embravecido, todo su
coraje se desvaneció de un golpe. Le dijo que se le habían acabado los
cigarrillos, que iba a la esquina y volvía.
Antes de que la negra
respondiera, salió de la vereda, cruzo entre dos automóviles y huyó rápido y
encogido, como si desde atrás lo amenazara una lluvia de piedras. A los cien
pasos se detuvo en seco y volvió la mirada. Desde allí vio que la negra, sin
haberlo esperado, se alejaba cabizbaja, acariciando con su mano el borde áspero
del parapeto.
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