--JOSE MARIA ARGUEDAS-OBRAS--
1. YAWAR FIESTA
Los primeros
capítulos ofrecen el trasfondo histórico de los hechos dramáticos que van a
seguir. Se habla de un tiempo en que la ciudad de Puquio y los lugares aledaños
eran propiedad de los ayllus (comunidades indígenas), los mismos que después
fueron invadidos por los mistis (gente blanca y mestiza), quienes se apoderaron
de las tierras de cultivo para convertirlas en pastizales para alimento del
ganado.
Luego se
narra magistralmente las preparaciones para el turupukllay (corrida de toros)
en el marco de las celebraciones por el aniversario patrio; se oyen cánticos,
suenan los wakawak`ras, trompetas de cuerno de toro que se tocan incesantemente
durante las fiestas. Luego se describe al “Misitu”, el toro montaraz, el cual
debe ser traído por los indios desde la puna hasta el coso. El ambiente de la
fiesta sube de temperatura y los ánimos se exaltan.
Aparecen los
problemas cuando el subprefecto prohíbe por mandato del gobierno central que la
fiesta sea a la manera “india”, es decir, con la intervención del público como
toreros espontáneos y con el uso de dinamita para matar al animal. Los principales
mistis sugieren que la fiesta sea en adelante con la participación de un torero
profesional y que se sigan las reglas de la tauromaquia española.
El pueblo de
Puquio no está de acuerdo con que se realice la fiesta de la manera como quiere
el gobierno central, pero algunos puquianos que radican en Lima contratan un
torero español y lo envían a Puquio. Llega el día de la fiesta taurina, y el
pueblo puquiano impone finalmente su tradición. El torero español es abucheado
y en su lugar entran al coso los toreros puquianos, para lidiar a la manera
“india”, ante lo cual el subprefecto y las demás autoridades no se atreven a
oponerse, temerosos de la reacción de la muchedumbre.
2. TODAS LAS SANGRES
La novela se
inicia con el suicidio de don Andrés Aragón de Peralta, jefe de la familia más
poderosa de la villa de San Pedro de Lahuaymarca, en la sierra del Perú. Su
muerte anuncia el fin del sistema feudal que hasta entonces ha predominado en
la región. Don Andrés deja dos hijos: don Fermín y don Bruno, enemigos y
rivales, quienes en vida del padre se habían ya repartido sus inmensas
propiedades.
El conflicto
principal gira en torno a la explotación de la mina Aparcora, descubierta por
don Fermín en sus tierras. Don Fermín, prototipo del capitalista nacional,
quiere explotar la mina y traer el progreso a la región, a lo que se opone su
hermano don Bruno, latifundista tradicional y fanático católico, que no quiere
que sus colonos o siervos indios se contaminen de la modernidad, que según su
juicio corrompe a las personas.
Con la llegada de un consorcio internacional –la Wisther-Bozart– se inicia la disputa por el control de la mina de plata. Don Fermín no puede competir ante la gigante transnacional y se ve obligado a venderle la mina, que desde entonces adopta el nombre de Compañía Minera Aparcora. Ante la necesidad de abundante agua para el trabajo de la mina, la compañía muestra interés por las tierras del pueblo y de las comunidades campesinas aledañas, obligando a que se los vendan a precios irrisorios; para ello cuenta con la complicidad de las autoridades corruptas. La compañía actúa como una fuerza desintegradora que hace de todo para conseguir el máximo lucro, sin importarle los perjuicios que causa a los pobladores. Se inicia entonces un proceso de convulsión que lleva a la movilización del campesinado liderado por Rendón Willka, un comunero indio que ha vivido en la capital del país donde ha aprendido mucho. Bajo sus órdenes estallan levantamientos que son reprimidos sangrientamente por las fuerzas gobiernistas pero que son el anuncio de la rebelión final..
3. LOS RÍOS PROFUNDOS
La novela
narra el proceso de maduración de Ernesto, un muchacho de 14 años quien debe
enfrentar a las injusticias del mundo adulto del que empieza a formar parte y
en el que debe elegir un camino. El relato empieza en el Cuzco, ciudad a la que
arriban Ernesto y su padre, Gabriel, un abogado itinerante, en busca de un
pariente rico denominado El Viejo, con el propósito de solicitarle trabajo y
amparo. Pero no tienen éxito. Entonces reemprenden sus andanzas a lo largo de
muchas ciudades y pueblos del sur peruano. En Abancay, Ernesto es matriculado
como interno en un colegio religioso mientras su padre continúa sus viajes en
busca de trabajo. Ernesto tendrá entonces que convivir con los alumnos del
internado que son un microcosmos de la sociedad peruana y donde priman normas
crueles y violentas. Más adelante, ya fuera de los límites del colegio, el
amotinamiento de un grupo de chicheras exigiendo el reparto de la sal, y la
entrada en masa de los colonos o campesinos indios a la ciudad que venían a
pedir una misa para las víctimas de la epidemia de tifus, originará en Ernesto
una profunda toma de conciencia: elegirá los valores de la liberación en vez de
la seguridad económica. Con ello culmina una fase de su proceso de aprendizaje.
La novela finaliza cuando Ernesto abandona Abancay y se dirige a una hacienda
de propiedad de «El Viejo», situada en el valle del Apurímac, a la espera del
retorno de su padre.
4. EL SEXTO
La novela
empieza con el ingreso del joven Gabriel a la prisión de El Sexto, en pleno
centro de Lima, donde oye los cánticos de los presos políticos: los apristas
cantan a todo pulmón «La marsellesa aprista» y los comunistas el himno de «La
Internacional». Gabriel es un estudiante universitario involucrado en una
protesta contra la dictadura que rige al país y por ello es conducido al
pabellón destinado a los presos políticos, situado en el tercer piso del penal.
Es introducido en una celda, que compartirá en adelante con Alejandro Cámac
Jiménez, un sindicalista minero de la sierra central, preso por comunista.
Cámac se
convierte para Gabriel en el guía y consejero en ese submundo donde se
encuentra «lo peor y lo mejor del Perú». La cárcel está dividida en tres
niveles: en el primer piso se encuentran los delincuentes más peligrosos y
prontuariados; en el segundo están los delincuentes no avezados y en el tercero
se encuentran, como ya queda dicho, los presos políticos. Este incidente
provoca una serie de discusiones entre los militantes de cada partido. Los
apristas se consideran los verdaderos representantes del pueblo peruano y
acusan a los comunistas de estar al servicio de Moscú; por su parte, los
comunistas acusan a los apristas de ser intrigantes y actuar solo como
instrumentos de la clase oligárquica para frenar la revolución auténtica. Ante
tal discusión, Gabriel no tiene reparos en decir abiertamente que no comulga
con ideologías y disciplinas politizadas que, según él, limitan la libertad
natural del ser humano. Los demás comunistas le responden que es un idealista y
soñador, y que le faltaba compenetrarse más con la doctrina del partido.
Mientras
tanto, el Clavel continúa siendo prostituido en su celda, lo que conmueve y
repugna a los presos políticos. Esa misma noche Puñalada y otros negros violan
al muchacho, quien amanece llorando desconsoladamente. Gabriel trata de
calmarlo; lo lleva a su celda y le cuenta sobre la vida de su pueblo situado
también en las serranías, donde los hombres son valientes y no lloran a pesar
de latiguearse en las festividades patronales. Libio siente entonces alivio al
encontrar a una persona que le habla con el idioma del corazón. Poco después la
patrona del muchacho avisa que ya encontró la joya perdida y pide que le
entreguen a Libio, pero éste no quiere regresar donde ella. Gabriel le convence
entonces para que se vaya de la prisión y lo despide afectuosamente, dándole la
dirección de un amigo donde lo alojarían y darían trabajo.
Este último
incidente convence a Gabriel que el negro Puñalada debía morir y pide al
Piurano que lo asesine.
POEMA
“A
NUESTRO PADRE CREADOR TÚPAC AMARU”
-A Doña Cayetana, mi madre india, que me protegió con sus lágrimas y su ternura,
cuando yo era niño huérfano alojado en
una casa hostil y ajena.
A los comuneros de los cuatro ayllus
de Puquio en quienes sentí
por vez primera, la fuerza y la
esperanza-.
Tupac Amaru, hijo del Dios Serpiente;
hecho con la nieve del Salqantay; tu
sombra llega al profundo corazón como
la sombra del dios montaña, sin
cesar y sin límites.
Tus ojos de serpiente dios que
brillaban como el cristalino de todas las
águilas, pudieron ver el porvenir,
pudieron ver lejos. Aquí estoy, fortalecido
por tu sangre, no muerto, gritando
todavía.
Estoy gritando, soy tu pueblo; tú
hiciste de nuevo mi alma; mis lágrimas las
hiciste de nuevo; mi herida ordenaste
que no se cerrara, que doliera cada vez
más. Desde el día en que tú hablaste,
desde el tiempo en que luchaste con el
acerado y sanguinario español, desde
el instante en que le escupiste a la
cara; desde cuando tu hirviente sangre
se derramó sobre la hirviente tierra,
en mi corazón se apagó la paz y la
resignación. No hay sino fuego, no hay
sino odio de serpiente contra los
demonios, nuestros amos.
Está cantando el río,
está llorando la calandria,
está dando vueltas el viento;
día y noche la paja de la estepa
vibra;
nuestro río sagrado está bramando;
en las crestas de nuestros Wamanis
montañas,
en su dientes, la nieve gotea y
brilla.
¿En dónde estás desde que te mataron
por nosotros?
Padre nuestro, escucha atentamente la
voz de nuestros ríos; escucha a los
temibles árboles de la gran selva; el
canto endemoniado, blanquísimo del mar;
escúchalos, padre mío, Serpiente Dios.
¡Estamos vivos; todavía somos! Del
movimiento de los ríos y las piedras,
de la danza de árboles y montañas, de
su movimiento, bebemos sangre
poderosa, cada vez más fuerte. ¡Nos
estamos levantando, por tu casa,
recordando tu nombre y tu muerte!
En los pueblos, con su corazón
pequeñito, están llorando los niños.
En las punas, sin ropa, sin sombrero,
sin abrigo, casi ciegos, los hombres
están llorando, más tristes, más
tristemente que los niños.
Bajo la sombra de algún árbol, todavía
llora el hombre, Serpiente Dios, más
herido que en tu tiempo; perseguido,
como filas de piojos.
¡Escucha la vibración de mi cuerpo!
Escucha el frío de mi sangre, su temblor
helado.
Escucha sobre el árbol de lambras el
canto de la paloma abandonada,
nunca amada;
el llanto dulce de los no caudalosos
ríos, de los manantiales que suavemente
brotan al mundo.
¡Somos aún, vivimos!
De tu inmensa herida, de tu dolor que
nadie habría podido cerrar, se levanta
para nosotros la rabia que hervía en
tus venas. Hemos de alzarnos ya, padre,
hermano nuestro, mi Dios Serpiente. Ya
no le tenemos miedo al rayo de
pólvora de los señores, a las balas y
la metralla, ya no le tememos tanto.
¡Somos todavía! Voceando tu nombre,
como los ríos crecientes y el fuego que
devora la paja madura, como las
multitudes infinitas de las hormigas
selváticas, hemos de lanzarnos, hasta
que nuestra tierra sea de veras
nuestra tierra y nuestros pueblos
nuestros pueblos.
Escucha, padre mío, mi Dios Serpiente,
escucha:
las balas están matando,
las ametralladoras están reventando
las venas,
los sables de hierro están cortando
carne humana;
los caballos, son sus herrajes, con
sus locos y pesados cascos, mi cabeza,
mi estómago están reventando,
aquí y en todas parte;
sobre el lomo helado de las colinas de
Cerro de Pasco,
en las llanuras frías, en los
caldeados valles de la costa,
sobre la gran yerba viva, entre los
desiertos.
Padrecito mío, Dios Serpiente, tu
rostro era como el gran cielo, óyeme: ahora
el corazón de los señores es más
espantosos, más sucio, inspira más odio.
Han corrompido a nuestros propios
hermanos, les han volteado el corazón y,
con ellos, armados de armas que el
propio demonio de los demonios no podría inventar y fabricar, nos matan. ¡Y sin
embargo, hay una gran luz en
nuestras vidas! ¡Estamos brillando!
Hemos bajados a las ciudades de los
señores. Desde allí te hablo.
Hemos bajado como las interminables
filas de hormigas de la gran selva.
Aquí estamos, contigo, jefe amado,
inolvidable, eterno Amaru.
Nos arrebataron nuestras tierras.
Nuestras ovejitas se alimentan con las
hojas secas que el viento arrastra,
que ni el viento quiere; nuestra única vaca
lame agonizando la poca sal de la
tierra. Serpiente Dios, padre nuestro: en tu
tiempo éramos aún dueños, comuneros.
Ahora, como perro que huye de la
muerte, corremos hacia los valles
calientes. Nos hemos extendido en miles
de pueblos ajenos, aves despavoridas.
Escucha, padre mío: desde las
quebradas lejanas, desde las pampas frías o
quemantes que los falsos wiraqochas
nos quitaron, hemos huido y nos
hemos extendido por las cuatro
regiones del mundo. Hay quienes se aferran
a sus tierras amenazadas y pequeñas.
Ellos se han quedado arriba, en sus
querencias y, como nosotros, tiemblan
de ira, piensan, contemplan. Ya no
tememos a la muerte. Nuestras vidas
son más frías, duelen más que la
muerte. Escucha, Serpiente Dios: el azote,
la cárcel, el sufrimiento inacabable,
la muerte, nos han fortalecido, como a
ti, hermano mayor, como a tu cuerpo y
tu espíritu. ¿Hasta donde nos ha de
empujar esta nueva vida? La fuerza que
la muerte fermenta y cría en el hombre
¿no puede hacer que el hombre
revuelva el mundo, que lo sacuda?
Estoy en Lima, en el inmenso pueblo,
cabeza de los falsos wiraqochas. En la
Pampa de Comas, sobre la arena, con
mis lágrimas, con mi fuerza, con mi
sangre, cantando, edifiqué una casa.
El río de mi pueblo, su sombra, su gran
cruz de madera, las yerbas y arbustos
que florecen, rodeándolo, están, están
palpitando dentro de esa casa; un
picaflor dorado juega en el aire, sobre el
techo.
Al inmenso pueblo de los señores hemos
llegado y lo estamos removiendo.
Con nuestro corazón lo alcanzamos, lo
penetramos; con nuestro regocijo no
extinguido, con la relampagueante
alegría del hombre sufriente que tiene el
poder de todos los cielos, con
nuestros himnos antiguos y nuevos, lo estamos
envolviendo. Hemos de lavar algo las
culpas por siglos sedimentadas en esta
cabeza corrompida de los falsos
wiraqochas, con lágrimas, amor o fuego.
¡Con lo que sea! Somos miles de
millares, aquí, ahora. Estamos juntos; nos
hemos congregado pueblo por pueblo,
nombre por nombre, y estamos
apretando a esta inmensa ciudad que
nos odiaba, que nos despreciaba como
a excremento de caballos. Hemos de
convertirla en pueblo de hombres que
entonen los himnos de las cuatro
regiones de nuestro mundo, en ciudad feliz,
donde cada hombre trabaje, en inmenso
pueblo que no odie y sea limpio, como la nieve de los dioses montañas donde la
pestilencia del mal no llega
jamás. Así es, así mismo ha de ser,
padre mío, así mismo ha de ser, en tu
nombre, que cae sobre la vida como una
cascada de agua eterna que salta y
alumbra todo el espíritu y el camino.
Tranquilo espera,
tranquilo oye,
tranquilo contempla este mundo.
Estoy bien ¡alzándome!
Canto;
mismo canto entono.
Aprendo ya la lengua de Castilla,
entiendo la rueda y la máquina;
con nosotros crece tu nombre;
hijos de wiraqochas te hablan y te
escuchan
como el guerrero maestro, fuego
puro que enardece, iluminando.
Viene la aurora.
Me cuentan que en otros pueblos
los hombre azotados, los que sufrían,
son ahora águilas, cóndores de
inmenso y libre vuelo.
Tranquilo espera.
Llegaremos más lejos que cuanto tú
quisiste y soñaste.
Odiaremos más que cuanto tú odiaste;
amaremos más de lo que tú amaste,
con amor de paloma encantada, de
calandria.
Tranquilo espera, con ese odio y con
ese amor sin sosiego y sin límites, lo
que tú no pudiste lo haremos nosotros.
Al helado lago que duerme, al negro
precipicio, a la mosca azulada que ve y
anuncia la muerte a la luna, las
estrellas y la tierra, el suave y poderoso
corazón del hombre; a todo ser
viviente y no viviente, que está en el mundo,
en el que alienta o no alienta la
sangre, hombre o paloma, piedra o arena,
haremos que se regocijen, que tengan
luz infinita, Amaru, padre mío. La
santa muerte vendrá sola, ya no lanzada
con hondas trenzadas ni estallada
por el rayo de pólvora. El mundo será
el hombre, el hombre el mundo, todo a
tu medida.
Baja a la tierra, Serpiente Dios,
infúndeme tu aliento; pon tus manos sobre la
tela imperceptible que cubre el
corazón. Dame tu fuerza, padre amado.
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